viernes, 25 de abril de 2008












EDUARDO GALEANO: "EL IMPERIO DEL CONSUMO"
El escritor uruguayo analiza las consecuencias del consumismo

La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio.

Pero la cultura de consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar.

La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora; pero ni modo: Para casi todos esta aventura comienza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.

El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En las fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por la ansiedad de comprar y la angustia de pagar.
Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica. EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la población mundial.
«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas». Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de la uniformizació n obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar.
El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de los países más desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los últimos dieciséis años, según la investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado. El país que inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para mirar televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: Esta industria está conquistando los paladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición del saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast food. La plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald's, Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminació n de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald's no puede faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald's dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald's de Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín.

Un signo de los tiempos: Esta empresa, que encarna as virtudes del mundo libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald's viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados de McDonald's, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la Guía Guinness.

Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra... Comprado a plazos, ese animalito prueba la vocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual banco ofrece.

Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos contra la soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados. Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: Las cosas te eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar? El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no son solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios.

Ellos creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que atiende en las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio. Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas? El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones de autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.

El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras, impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo. La mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza. Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios suburbanos acuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro. El tradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos, marcas y etiquetas.

La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppings centers, reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta a unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar el universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar la existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un error a corregir, ni un defecto a superar: Es una necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center del tamaño del planeta.

domingo, 6 de abril de 2008












Denuncian que la sociedad falta al respeto y a la dignidad de sus mayores
UN 6% DE LOS ANCIANOS SUFRE MALTRATO

Profesionales informan de que con los ancianos sucede como con las mujeres maltratadas, muchas veces ni saben que están inmersos en una situación de violencia, ya sea física o psíquica. Y cuando sí lo saben, a menudo no quieren denunciar. "Son víctimas que dependen mucho de su agresor".

Fuente: publico.es En el momento en que a una persona mayor se la deja de tratar de usted o se le da cachetes en la mejilla fuera del ámbito familiar es que algo no funciona. Con este ejemplo, el director del Curso Sobre Violencia Doméstica: Malos Tratos a las Personas Mayores, Joan Creixell, explicaba cómo, muchas veces, la sociedad falta al respeto y a la dignidad de sus mayores. Y de la falta de respeto, a la negligencia y, en ocasiones, a los malos tratos.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que un 6% de los ancianos sufre malos tratos y la Red Internacional para la Prevención de los Malos Tratos a las Personas Mayores estima en un 5% las situaciones de violencia dentro del ámbito familiar y en un 10% en las instituciones.

Sin embargo, estos datos sólo son estimaciones a la baja: "Por cada caso de malos tratos que se detecta y se denuncia, hay 14 que ni se detectan ni se denuncian", decía ayer Creixell.

Cambiar rutinas

Uno de los objetivos del curso es que los profesionales sanitarios vayan tomando conciencia de la precariedad que muchas veces rodea a los ancianos. Según Creixell, la situación en el ámbito sanitario aún está muy verde y los recursos que destina la Administración son escasos, a pesar de que la problemática no remite, sino todo lo contrario.

Un ejemplo de este aumento es el número de personas que padece síndrome de Diógenes. Hasta hace poco, eran consideradas casos aislados, ya no. Y lo mismo sucede con el síndrome de la abuela esclava. "Durante el invierno, por las tardes, hay un bajón en el centro, deben cuidar a los nietos", dice Josep Puigverd, del Casal de la Gent Gran de Mataró, quien explica que la gente mayor se queja porque "tienen mucha exigencia por parte de los hijos".

Creixell cuenta que con los ancianos sucede como con las mujeres maltratadas, muchas veces ni saben que están inmersos en una situación de violencia, ya sea física o psíquica. Y cuando sí lo saben, a menudo no quieren denunciar. "Son víctimas que dependen mucho de su agresor".

En cuanto al perfil de la víctima, suele corresponder a una persona de edad muy avanzada y que en el pasado estaba sana. Es decir, la aparición repentina de la enfermedad puede conllevar malos tratos por parte de la familia. Otro factor a tener en cuenta es el dinero. Los estudios dicen que los ancianos con muy pocos recursos económicos y los que, por el contrario, tienen ahorros significativos, son susceptibles de sufrir violencia.

De los agresores, se sabe menos, pero en ocasiones se trata de personas que se sien ten sobrepasadas por la responsabilidad de cuidar al enfermo. Lo que sí está claro es que una sociedad que no cuida de sus ancianos es una sociedad en la que algo no muy bueno está pasando.










Juan Pundik, Presidente de la Plataforma Internacional contra la Medicalización de la Infancia
"SE HA APROBADO EL USO DE PROZAC EN NIÑOS POR CUESTIONES DE MERCADO"


La Agencia Europea del Medicamento (EMEA) autorizó, en 2006, la administración de Prozac en niños y adolescentes menores de 18 años. Desde entonces, la Plataforma Internacional contra la Medicalización de la Infancia, liderada por Juan Pundik, psicoanalista y presidente de Filium (Asociación para la Prevención del Maltrato del Niño), lucha para inhabilitar este dictamen.

Consideran que las reacciones adversas que puede causar el medicamento en los menores son suficientemente graves como para cuestionar la validez científica de la autorización europea y denuncian que haya sido el mismo laboratorio que produce el Prozac quien haya hecho la investigación en la que se ha basado la EMEA para su dictamen.

¿Por qué nace la Plataforma Internacional contra la Medicalización de la Infancia?

Juan Pundik: En los últimos años se han publicado muchos estudios que nos avisan que el enorme aumento del uso de antidepresivos que incrementan los niveles de serotonina constituyen una amenaza para la salud y la vida del paciente. Hace ya meses la EMEA aprobó la utilización del Prozac en niños sin tener en cuenta estos estudios y basándose en la solicitud del propio fabricante, que ha visto en los menores un inmenso nuevo mercado a explorar. Y aquí es cuando nació la Plataforma, para denunciar esta aberración.

¿La Plataforma denuncia que seestán administrando antidepresivos en niños por intereses económicos de la industria farmacéutica?

Juan Pundik: Que se deje a los laboratorios ser jueces y partes en las autorizaciones de sus productos ya nos permite hacernos a la idea del peso que tiene la industria farmacéutica en todo eso. Y no digo nada nuevo si desvelo que, demasiado a menudo, al médico que receta tal medicamento se le invita a tal congreso o se le hace tal regalo... Hay miles de denuncias contra este tipo de corrupción.


Entonces… ¿creemos demasiado ciegamente en los médicos?

Juan Pundik: El problema es que vivimos en una sociedad que corre y corre y no puede parar nunca; la ansiedad, el estrés y la depresión crecen y crecen, y la gente quiere drogarse para enfrentarse a todo eso. Es lo más fácil. Y esto es cuestionable en todos los casos, tanto en adultos como en menores... la diferencia está en que el adulto decide medicarse pero el niño no tiene ni ese poder de decisión.


¿Cuáles pueden ser las consecuencias de administrar medicamentos como el Prozac en niños?

Juan Pundik: Los efectos secundarios del Prozac son muchos, ya lo indica el prospecto del propio fabricante. Actúa sobre la serotonina y hay que tener en cuenta que los niveles de serotonina en el organismo afectan a muchos funcionamientos, no sólo al neuronal… afectan a la frecuencia del latido cardiaco, regulan la secreción de hormonas por parte de la hipófisis, y en consecuencia afectan también al crecimiento, a los niveles de estrógenos y de testosterona… Nada se sabe realmente de los efectos adversos que puede provocar el Prozac… ¿estaremos creando gigantes?, ¿enanos? Nada se sabe y se administra alegremente.


Su denuncia ha llegado hasta el Parlamento Europeo...

Juan Pundik: Creé la Plataforma, reuní las firmas suficientes y presenté el alegato al presidente de la Comisión Europea. No recibí respuesta y reiteré el texto hasta cinco veces. Entonces me dijeron que la cuestión le había sido encomendada, no a los responsables de Salud Pública y Defensa del Consumidor sino, a la Unidad de Productos Farmacéuticos de la Dirección General de Empresa e Industria, lo cual me pareció el colmo de lo descarado. De todo esto di cuenta al entonces Presidente del Parlamento Europeo que dio curso oficial a mi queja y así fue cómo me citaron ante la Comisión.


¿Y qué respondió la Comisión Europea ante su alegato?

Juan Pundik: Algunos de los europarlamentarios presentes cuestionaron la administración de antidepresivos en infancia y adolescencia, pero otros defendieron enconadamente las bondades del Prozac, la confianza en las investigaciones de los laboratorios, la responsabilidad de los médicos que debían administrarla...


En conclusión...

Juan Pundik: Yo volví a pedir la palabra y añadí que si bien la industria farmacéutica nos brindaba las sustancias que protegían nuestra salud, también habían sido los generadores de los monstruos producidos por la talidomida, de las muertes consecuencia de la administración del antiinflamatorio Vioxx, ahora prohibido, y de centenares de medicamentos cuya autorización es anualmente revocada debido a consecuencias que provocan en quienes los toman y que se descubren tardíamente. Aquí el Presidente me informó que me había excedido en el uso de mi palabra, que me agradecía mi presencia y que mantendría abierta la investigación y solicitaría información ampliatoria.